Nacido en Denguin, en un hogar pobre de una aldea de los
Pirineos al sur
de Francia en 1930, Pierre Bourdieu falleció a la edad de 71 años en un
hospital de París en 2002 víctima del cáncer, mientras seguía corrigiendo los
trabajos de sus colaboradores. Estudiante de Letras, profesor en Argel, París,
Lille y Princeton, ocupó el puesto de Profesor Titular de la cátedra de
sociología en el Colegio de Francia
desde 1981 hasta el momento de su muerte y fue director del Centro de
Sociología Europea. Dirigió las revistas Actes
de la recherche en sciences sociales, Liber
(que priorizó la representatividad política y cultural de autores de muchas
lenguas y tradiciones interesados en repensar los colapsos de sus naciones) y Raisons
d´agir (razones para actuar), esta
última fundada con el propósito de “destruir la frontera entre trabajo
científico y militantismo, rehabilitando la polémica”. No hay democracia
efectiva sin un contrapoder crítico, afirmaba, convencido de la necesidad de
disolver la división entre la objetividad del investigador científico y la
convicción subjetiva del militante político.
Fue constante su análisis sobre el mundo al que pertenecía,
el campo intelectual: “los intelectuales suelen reservar sus conocimientos para
escribir papers que leen veinte
personas. Hay que liberar la energía crítica que está encerrada en las torres
de marfil. Muchos de los temas investigados son producidos por las propias
instituciones que financian las investigaciones. Y el poder no paga por
estudiar el poder, sino para mejorar los efectos de dominación. En vez de
estudiar problemas impuestos, habría que crear un campo de conocimiento
autónomo”. Bourdieu sostenía que ser un intelectual crítico significaba ser
capaz de someter los propios enunciados a pruebas de legitimidad, es decir,
colocar el saber construido también como un objeto de conocimiento. Bajo el
título Los intelectuales y el poder
(1991) colocó a los pensadores en el mismo “cajón” que a la clase dominante,
donde insistió en su idea de que los intelectuales que se resignaban a la
ideología del neoliberalismo reforzaban la idea de que el conocimiento y el
saber pertenecen exclusivamente a una elite. Su preocupación por lo que observó
como una pérdida del mundo intelectual frente a los medios de comunicación de
masas y ante las variadas formas que adquieres el poder económico internacional
y sus distintas implementaciones políticas locales, lo llevó a proponer la
creación de una “internacional intelectual” donde participaron activamente numerosas
personalidades de la cultura.
Entre sus muchas preocupaciones se destacó la de analizar la
desigualdad y la distinción de clases sociales. Ya desde su trabajo de campo
sobre la urbanización en Argelia en 1958, Bourdieu se había comprometido a
revelar los modos subyacentes de dominación de clases en las sociedades
capitalistas, tal como aparecen en los más diversos ámbitos sociales (la
educación y el arte, entre otros). Planteaba que “los efectos de dominación
simbólica son muy difíciles de resistir. Son fenómenos cuasi religiosos que atraviesan el inconciente, la forma de
presentar el cuerpo y la propia imagen que se tiene de sí mismo”. En la década del ´60 participó en el agitado
clima intelectual de la época con una serie de trabajos que abarcaron los temas
de la cultura, el arte, la política, la educación y el lenguaje, entre otros.
Con su trabajo Los herederos, publicado en 1964 junto con Passeron,
presentó un análisis sobre el medio estudiantil que
formulaba
una crítica fundamental a la enseñanza superior francesa, convirtiéndose por
ello en
una de las referencias de las revueltas de mayo de 1968.
Sus investigaciones finales,
interrumpidas por su muerte, estuvieron abocadas al estudio de la estructura
social de la economía, algo que produjo la radicalización de sus posiciones
políticas, comprometiéndose cada vez más con las víctimas del neoliberalismo,
al que entendía como un programa de destrucción metódica de los colectivos. En 1998
publicó en el periódico Le Monde el
manifiesto “Por una izquierda a la
izquierda de los izquierdistas”, en el que acusó al gobierno izquierdista
de llevar a cabo una política derechista. “Los movimientos sociales deben presionar a
Estados y gobiernos y garantizar el control de los mercados financieros y la
distribución justa de la riqueza de las naciones”, advertía. El autor de “La miseria del mundo” (una recopilación
de testimonios de obreros, profesores, periodistas, policías, trabajadores
temporarios y jóvenes habitantes de los suburbios pobres) preocupado por las
desigualdades crecientes, afirmaba con énfasis: “si sé que ocurrirá una catástrofe y no lo aviso, estoy cometiendo algo
parecido al delito de no asistir a una persona en peligro. A veces temo que la
gente se despierte cuando sea demasiado tarde”.
Reflexionando sobre
su trayectoria, en sus últimos tramos de trabajo afirmó: “cuanto más envejezco, más me siento empujado hacia el crimen. Transgredo
líneas que antes me había prohibido transgredir”, refiriéndose a sus
compromisos intelectuales. El sociólogo francés estaba reconociendo que durante
años había sido “víctima de ese moralismo de la neutralidad, del no implicarse,
de la no-intervención del científico, como si se pudiese hablar del mundo
social sin ejercer la política”. Bourdieu la ejerció en las aulas, en los
libros y hablando ante los auditorios más diversos: huelguistas, personas sin
domicilio fijo, cárceles, hospitales, campesinos. Sus ataques contra los
sistemas sociales desestructuradores y la globalización no admitieron concesión
alguna: “el fatalismo de las leyes económicas esconde en realidad una política.
Pero se trata de una política paradójica porque apunta a despolitizar: es una
política que, liberándolas de todo control, apunta a darles a las fuerzas
económicas un poder fatal. Al mismo tiempo, esa política busca obtener la
sumisión de los gobiernos y de los ciudadanos a las fuerzas económicas y
sociales liberadas mediante ese método”. Pesimista pero al mismo tiempo
comprometido, llevó tempranamente a cabo un modelo de pensamiento y acción
destinado a “objetivar” el desarraigo y la soledad social a las cuales las
leyes del mercado arrojarían a millones de individuos, como sigue sucediendo
hasta hoy. “Para cambiar el mundo
–afirmó en una conferencia en 1986- es necesario cambiar las maneras de hacer
el mundo, es decir, la visión del mundo y las operaciones prácticas por la
cuales los grupos son producidos y reproducidos”.
Entre su profusa obra –alrededor de 25
libros publicados- pueden consultarse sus obras disponibles en castellano,
relacionadas a la unidad III del Programa de Estudios: La distinción (Taurus, 1988);
El oficio del sociólogo (siglo XXI, 1987); Razones prácticas (Anagrama, 1991), La reproducción; Capital cultural, escuela y espacio social (siglo
XXI, 1997); Los herederos. Los
estudiantes y la cultura (siglo XXI, 2003); El sentido práctico (Taurus, 1991); Cosas dichas (Gedisa, 1988)
de la que se sugiere especialmente su conferencia Lectura, lectores, letrados, literatura ; Las reglas del arte (Anagrama,
1995), Sociología y cultura (Grijalbo,
1990) de la que se sugiere
especialmente su conferencia El mercado
linguístico ;Creencia artística y bienes simbólicos (aurelia rivera,2003); Intelectuales,
política y poder (EUDEBA, 1999); Sobre
la televisión (Anagrama,1997) y ¿Qué significa hablar? (Akal, 1985).
Oscar Amaya
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